Por Federico Bagnato
Alberta, pobre, no entendió nada. Y, por supuesto todos se rieron. Incluso el profesor que le había dado la consigna y que siempre decía cosas como: “acá no se juzga a nadie” o “no importa si se sienten como estúpidos”. Pero él fue el primero, porque cuando le tocó pasar a Alberta… pobre, pobre Alberta. Ella empezó, con toda la vergüenza del mundo frente a todas esas personas aún desconocidas, a intercalar sílabas entre medio de una palabra en forma reiterada. Y se dio cuenta de que estaba haciendo un papelón porque todos se miraban entre sí, y a la cuarta frase algunos no aguantaron la risa. Pobre Alberta. Y todos se rieron desconsoladamente mientras Alberta hacía el ridículo gratuitamente. Y ella, tal como le había dicho el profesor, no quería sentirse una estúpida o juzgada. Pero no podía dejar de pensar en por qué carajos estaba ahí haciendo esas pelotudeces a su edad. Y eso la volvía más loca, y la rabia que le brotaba la canalizaba porque estaba sola en el escenario sin poder ocultarle nada al público, porque nadie miraba otra cosa más que su torpe cuerpo al rojo vivo; porque Alberta no tenía otro modo de ocultarse sino a través de gritos y movimientos espásticos. Pero el público, que ya le había demostrado su rechazo, ahora se preocupaba porque Alberta se puso un poco violenta y la saliva de sus gritos llegaba hasta la primera fila. Y cuando el profesor quiso intervenir era tarde porque como se había muerto de risa, Alberta lo había desestimado. Ahora todos la pasaban mal porque estaban preocupados y se habían olvidado que en realidad reían porque Alberta faltó a la clase donde habían dicho que hablar en laringoso iba a ser tal cosa, a diferencia de hablar en geringoso. Y Alberta, que seguía hablando en geringoso porque era lo único que conocía, no podía parar porque sentía que estaba fallando como actriz cuando en realidad, por primera vez, lograba que al público le pasara algo.
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